Los ciclos cortos de televisión permiten que los relatos de aparente extrañeza se asienten en características que, muchas veces, tienen que ver con las microficciones. Valerse de los estereotipos es, entonces, un modo de economizar recursos (por un lado) y de romper con la necesidad imperiosa que tiene todo autor de encontrar participantes originales para sus historias, dicho ésto en el sentido más ramplón posible. Ejemplos de éste tipo de ficción hay miles, pero quizás los más conocidos sean los audiovisuales de The Twilight Zone, The Outer Limits, Night Gallery y cuanta película ochentosa de antología exista (Body bags, por ejemplo).

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Sin embargo, por más que parezca que estemos hablando de un corto indie subido a vimeo, llevamos la atención a otro lado: la obra, de nombre Descenso, es un libro mínimo que contiene todo lo que necesita para forjar una relación de confianza con el lector. Manu Amagi nos mete de un empellón en ese mundo que más que mundo es una tarde de sol rasante o una noche sin ruidos en el campo. Las ausencias son el fuerte más grande de esta historia, y sobre todo de sus autores: ausencia de una trama aparente, cuando los hechos se van apilando unos encima de otros con una naturalidad perezosa. Ausencia de personajes, cuando bastan un par para que nos pique el bicho de la curiosidad en el pecho. Ausencia de diálogos larguísimos y extensivos, así como de cuadros de texto o un narrador a lo Serling introduciéndonos en algún lugar desconocido y extraño.

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Kundo Krunch brilla al contarnos con sus sombras y sus luces de ruta la historia que Manu se esfuerza en mostrarnos y no en explicarnos. No hacen falta tramas rebuscadas y descripciones ambiciosamente barrocas cuando, con un hilo inocente, los dos personajes se meten sin saberlo en una llanura rasante de ideas y desesperada de presencia. Hay una cierta influencia japonesa en la forma de mostrarnos las escenas más que en el diseño de página, además de que me es imposible no relacionar los interminables viajes en ascensor de Neon Genesis: Evangelion con las secuencias mudas. La imagen se torna protagonista y los personajes nos llevan de la mano sin darnos cuenta que nosotros, como ellos, estamos entrando en un laberinto peor que el que construyó Dédalo.

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La tapa, de Lou, completa el tríptico autoral (que, asimismo, ha insistido en pujar hasta que expulsó de sí a un proyecto editorial que brama con fuerzas, llamado Faro Negro) necesario para forjar ésta, una historia demasiado buena para dejar pasar. La única cosa mala que le puedo encontrar es que uno quisiera seguir leyendo más de estos autores y el libro se nos hace brevísimo. Por lo menos yo ya sé que voy a leer cualquier cosa que salga de la mano de estos muchachos, mientras decidan seguir publicando su ficción y embelleciendo el entorno con este tipo de historias, tan necesarias en su simpleza, tan nutridas en su factura.